El matadero en el distrito Ruisseau de Argel está lleno de vida: algunas personas solo están de paso y otras son clientes habituales. Los hombres trabajan, charlan y siguen reglas no escritas que rigen las relaciones –internas y externas– con los carniceros a los que venden la carne. En el mismo espacio donde la vida de los animales llega a su fin, la humana continúa imperturbable.
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